domingo, 1 de mayo de 2011

DESDE EL SOFÁ

(28 de setiembre de 2010)

Las casas, como las mascotas, acaban por parecerse a nosotros, a los que habitamos en ellas y en cuyo regazo terminamos abrigándonos de las inclemencias del exterior. No me refiero a una cuestión meramente decorativa, que también, claro, xq al fin y al cabo todo cuanto ponemos en ellas es reflejo de quienes somos, pero por otro lado -más importante- está el cómo nos sentimos y como eso palpita en todos y cada uno de sus rincones
Mi casa, en la que he vivido los últimos años y donde a partir de ahora viviré sólo a medias, ha sido siempre, en opinión de los amigos que han estado en ella, una casa acogedora y no es por lo material que viste su interior, sino por las emociones que la revistieron durante mucho tiempo, los sentimientos intensos compartidos entre estas cuatro paredes. Sin embargo, cuando las cosas han cambiado, no es que haya dejado de trasmitir ese aire acogedor, pero ahora hay también un cierto regusto a tristeza, un poso amargo ensombreciendo lo que antes fue un lugar lleno de luz, y a las casas, como a nosotros mismos, les cuesta recuperarse de según que avatares y sólo el tiempo nos sorprenderá cualquier mañana felices a mi y a mi casa.

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