lunes, 8 de octubre de 2012

PEQUEÑOS BASTARDOS

Hay gente -y no digo personas, ya que sería darles más valor del que en realidad tienen- que entran en la vida de una cual elefante en una cacharrería, no tanto por lo que destrozan sino por el modo público y notorio de hacerlo. Esto, en principio, no tiene nada de particular, salvo el ruido, pero el quiz del tema está en que esta misma gente, que casi nunca ha contado con  invitación para colarse en nuestro metro cuadrado, siempre, siempre acaba por salirse, más tarde o más temprano, por la puerta de atrás.

Estos/as impostores/as suelen ser hijos bastardos de padres nada amorosos, la envidia y el interés, que además, pobrecill@s, nunca saben qué les tira más, si la una o el otro, de modo que cuando aparecen lo hacen con ese rictus que pretende ser sonrisa, que una nunca sabe si le van a arrear un empujón hacia el abismo o un abrazo y levantarle la cartera, el reloj,  la pareja o el coche.

Como su debate interior es tan poderoso, generalmente se mueven entre dos aguas, por un lado se arriman con aparente y sospechosa cordialidad y por otro, apenas se les pierde de vista...nos ponen de verano (que ya decía mi abuela, que la envidia es muy mala y añadía, que también muy habladora!).

Con el tiempo, si la diosa Fortuna decide darnos la espalda o por donde amargan los pepinos o si en algún momento arrugamos la nariz y les ponemos donde siempre debieron estar -lejos,  muy lejos-, acaban por componérselas para adoptar la nada creíble actitud de la dignidad y por supuesto, sin dignidad alguna, irse de nuestra vida con nocturnidad y alevosía, a ser posible dando el más molesto de los portazos que sean capaces, dejándonos, al fin y sin que se les ocurra sospecharlo, pues la vanidad y la autosatisfacción les ciegan sus ya cortas entendederas, nos dejan como digo, profundamente aliviadas mientras echamos el cerrojo.

Este es un pensamiento en voz alta que, tras un encuentro inesperado, ha salido a borbotones, como la sangre en un mal tajo en la yugular y que escrito ha hecho el efecto de torniquete cortando la hemorragia que, la educación y las buenas maneras, me han impedido atajar en el momento del encontronazo, si hubiese soltado por esta bocaza mía la sarta de improperios que chocaron contra mis dientes en el mismo instante que el susodicho bastardo tuvo la desfachatez de saludarme

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