lunes, 13 de febrero de 2012

COMIENZO, pág. 3

Tras la cena, enfrascada en la lectura de un viejo poemario de Maiacovski, sí, nada propio para acompañar una comida, vino el momento más placentero del día, ducha tranquila y lavarse los dientes. Por la mañana detestaba ir con prisas o tener que robarle minutos al sueño -tan escaso y tan frágil siempre- levantándose más temprano, así que mejor ducha nocturna y al día siguiente poder disfrutar del desayuno sosegadamente.

No podía entender el afán de algunas personas por tener muchos baños en sus casas y además de enormes dimensiones. Le parecía mucho mejor que fuesen manejables, es decir, no un gimnasio por el que correr a uno y otro lado, buscando las cosas. Ademas con el exceso de tamaño perdían en algo tan básico, para ella, como era la intimidad y la calidez de los espacios humanizados, o sea, aquellos en que apenas dando uno o dos pasos y alargando el brazo podías alcanzar todo lo necesario. Por eso le gustaba su baño, donde sus ojos y sus manos encontraban todo.

La ducha fue más bien breve, pero a la liturgia del cepillado, como siempre, le dedicó su tiempo. Le gustaba poner la pasta en el cepillo y sentarse en un taburete alto que había en una esquina y ahí, tranquilamente seguir el proceso mil y una vez repetido, mientras su cabeza, que no se detenía nunca, seguía elaborando juegos de palabras...

Curiosamente, pese a no ser nada disciplinada y muy poco metódica, en esas últimas horas de la jornada, tendía a repetirse...En el dormitorio, siempre, siempre se echaba sobre la cama sin abrir, unos minutos, boca arriba mirando al techo, decidiendo en que emplear sus ya mermadas energías. Luego, sentada peligrosamente al borde -más de una vez había terminado en el suelo-, se despojaba del albornoz y se ponía una simple camiseta, de esas que ya no pondría para ir a la calle, pero que sentía deshacerse de ellas. Pues sí, una simple camiseta, sin nada de ropa interior y en verano, ni siquiera la camiseta. Le gustaba sentir las sábanas en la piel y si había suerte, la piel de quien la acompañase alguna noche.

Ya arropada y con su cuaderno inseparable, regresó con Mario.

"El timbre del teléfono le arrancó de la siesta y le hizo dar un salto, nada ágil, desde la butaca frente a la ventana hasta descolgar el auricular.

-Si?
-Mario?
-Sí, Enrique, soy yo, quién iba a ser si vivo solo...Dime.
-Cómo que dime? Dime tu!!! Llevas semanas sin dar señales de vida y en mi mesa no veo nada de nada, ni un mal proyecto. Nada.
-Los editores sois como pirañas, ni la más mínima consideración, para vosotros no somos más que máquinas de hacer libros...
-Consideración? Dos años de consideración, de paciencia, de...de aguantar lo inaguantable. Si no te pones las pilar YA, acabaremos por rescindir el acuerdo. Esto no en una ong y no podré garantizarte ni un euro más. Tu decides.
-Ok, Enrique, alguna otra cosa? Pasaré a verte con algo una de estas tardes.

Y colgó. Volvió a la butaca y se perdió en la fachada gris del otro lado de la calle."

La última línea apenas podía leerse, ya Morfeo con su dulce abrazo le hacía cerrar los ojos y el lápiz se soltaba de sus dedos, rodando por la cama.

(...)


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